N. F. Mesa
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20 de Mayo Instauración de la República de Cuba

5/20/2013

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El sol calentaba el rostro de los habaneros que se apretujaban en el malecón con sus miradas puestas en el Castillo del Morro y no lejos, en la Plaza de Armas, congregados frente al Palacio de los Capitanes Generales, con  gritos de “Viva Cuba Libre” mostraban su emoción incontrolable.  

En la azotea del Morro numerosas personas representativas del primer gobierno cubano, rodeaban el desnudo mástil de la bandera. Y de pronto, sorprendiendo a la inmensa multitud, que con tanta ansiedad esperaba ese momento, la bandera cubana con sus tres franjas azules, comenzaba a ascender gloriosa en su alto mástil :

“Gallarda, hermosa, triunfal,
tras de múltiples afrentas,
de la patria representas
el romántico ideal.
Cuando agitas tu cendal,                             
sueño eterno de Martí,
tal emoción siento en mi,                                 
que indago al celeste velo,                                           
si en ti se prolonga el cielo                                                         
o el cielo surge de ti.”
(“A la Bandera Cubana”. Poesía de Agustín Acosta)

Y en el Palacio de los Capitanes Generales, izada por las manos del Mayor General Máximo Gómez , se elevaba nuestra hermosa bandera para confundirse con el bello azul del cielo cubano.  Y su estrella solitaria, encendida por los rayos del sol, brillaba, como la misma que guió a los tres Reyes Magos hasta la cuna de nuestro Señor.  Y esa estrella solitaria de nuestra bandera, algún día brillará por siempre, para iluminar el camino de amor, libertad y democracia que nos abrió Martí. 

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Recuerdos: Domingo en la Finca Los Cocos (Parte 2)

1/20/2013

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(Parte 2) Mi abuelo era un hombre de mediana estatura, delgado pero de gran fortaleza.  Siempre lo recuerdo con su mirada bondadosa llena de cariño y con su cuchillo y su machete colgando de su cintura.  Con machete en mano y asombrosa habilidad, nos pelaba las cañas para que disfrutáramos de su dulzor.  Dirigía las complicadas y diversas operaciones de la finca con gran destreza.  La producción agrícola y lechera eran abundantes y esta última se distribuía a los comercios y casas particulares en camiones propios. Temprano en la mañana acudían los compradores para adquirir los productos de la finca y que ellos vendían en los mercados.  La caña de azúcar, los huevos y aves, eran de gran movimiento.

   La finca era de gran extensión.  En la lejanía, podíamos observar el mezclado colorido de las siembras de hortalizas y vegetales de todas clases.  Los árboles de limones, guanábanas, chirimoyas y anones que se alzaban a trechos por toda la finca, nos tentaban con sus deliciosas frutas.  Las palmas de cocos, que le daban el nombre a la finca, se empinaban airosas por todas partes.  Y escondiéndose abochornados entre la tupida maleza, como sombras de un pasado lejano, quedaban aún restos de algunas casas que habitaron los esclavos en la época colonial, cuando nuestros antepasados eran los dueños de la finca.

   En las arboledas saltaban alegres tomeguines, gorriones, azulejos y trinaban melodiosos los sinsontes, mientras grupos de tiñosas volaban vigilantes con sus alas extendidas e inmóviles empujadas por las brisas en busca de alimento. No muy lejos de la casa, estaban los chiqueros para la  cría de cerdos, todos con piso de cemento para mantener la limpieza adecuada.  Estos se engordaban para la venta, extracción de manteca y carne para  consumo familiar.

   Mi abuelo, robándole un poco de tiempo a sus diversas obligaciones, me montaba en un manso caballo y guiando las riendas con sus manos, íbamos hasta la cercana arboleda para recoger algunas frutas.  En otras ocasiones, que eran mis preferidas, me llevaba hasta el pozo en busca de agua sobre una carreta tirada por bueyes con un tanque para ser llenado con el precioso liquido. 

   A lo lejos,  atravesaba la finca una línea de ferrocarril por donde pasaba un tren en horas avanzadas del atardecer.  Mientras la noche descendía sobre la campiña, sentados en el portal trasero de la casa, esperábamos ansiosos escuchar el lejano silbido de su locomotora.  Imaginábamos estar sentados en su interior asomados a una ventanilla mirando desfilar ante nuestros ojos las mágicas luces de misteriosos pueblos y casas solitarias, que en la distancia, perfilaban sus siluetas oscuras. 

   Otros domingos los compartíamos entre los pueblecitos de La Gallega y Bacuranao.  En este último, vivían los familiares de mi padre y algunos de mi madre.  Una vez, caminando con nuestro padre desde la casa de una de sus hermanas, atravesamos
numerosas fincas hasta llegar a la hermosa  playa de Bacuranao, que en aquel entonces
estaba completamente despoblada.  Solo había un abandonado torreón español, que en la época colonial cuidaba celoso de la intromisión de piratas y tal vez de la armada inglesa.

   En la playa, donde terminaba la maleza virgen, comenzaba la arena fina a descender para esconderse bajo las olas débiles que venían a dejar  sus huellas de blanca espuma.                                                                                                                                                                                                                             

El mar, con sus claros colores azul y verde, lucía inmenso, solitario.  Blancas nubecillas pasaban presurosas.  La brisa movía las hojas de las matas de uvas caletas que se aventuraban a crecer cerca del agua.  Sentados sobre la húmeda arena, dejábamos pasar aquellas horas deliciosas impregnadas de aire puro, salitre y olor a mar.

   Así finalizaban nuestros domingos campestres.  Con muchas ilusiones hechas realidad, regresábamos a la habitual tranquilidad de nuestro hogar, soñando con anones y mangos, con el viejo castillo de la playa, con piratas, con el misterioso silbido de un tren…y con tantos bellos e imborrables recuerdos de días felices de nuestra juventud.

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Recuerdos: Domingo en la Finca Los Cocos (Parte 1)

1/13/2013

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Era domingo temprano.  Risas juveniles despertaban la mañana.  Había mucha actividad en nuestro hogar.  En la cocina nuestra madre preparaba el desayuno habitual de café con leche y pan con mantequilla,  El periódico dominguero no se leía, solo se hojeaba.  Había prisa y el tiempo corría presuroso. 
   Ansiosos nos sentábamos en el ómnibus que nos conducía hasta la entrada de la finca “Los Cocos”, situada en el pequeño pueblo de “La Gallega”.  Un pueblo donde las casas se alejaban unas de las otras como para no mirarse, pues la mayoría de la población vivía dispersa en las fincas de la comarca.

   La antigua casa de mis abuelos, sencilla pero amplia, tenía dos portales, uno al frente y otro en la parte posterior.  En este último se celebraban, con sabrosas comidas criollas,  todas las festividades familiares y se reunían diariamente los trabajadores de la finca y mis familiares a la hora de almuerzo. 

   Detrás, algo separada de la casa, había una especie de pequeño bohío que servía a modo de  despensa.  En su interior, colgaban del techo ajos, plátanos, cebollas y alguna pierna de cerdo; sobre el suelo de tablas, en filas bien ordenadas, habían sacos de legumbres y toda clase de vegetales que la finca producía y eran almacenados para el consumo de la familia.  En un rincón siempre encontrábamos un barril lleno de manteca de cerdo. 

   No muy lejos, a un costado de la casa, había un establo en donde se ordeñaban las vacas dos veces al día.  En la madrugada, se escuchaba el paso cansado de las vacas resonando sobre el camino terroso que las conducía al establo para ser ordeñadas.  Este desfile se repetía diariamente en horas del atardecer.  Años después,  mi abuelo instaló una  planta de pasteurización de leche y modernizó el sistema de ordeñamiento. 

   Bordeaba este camino una cerca de alambre, que separaba uno de los terrenos destinado al pastoreo del ganado.  Una rústica puerta de alambres cerraba el camino que terminaba a la entrada de una arboleda, que abriéndose generosa, cubría el terreno con árboles de mango, guayaba, anones, chirimoya y separados por un pequeño espacio se reunían los coposos árboles de aguacate.    

   Rodeaban esta arboleda cercas de piñas, donde las gallinas, entre las hojas espinosas, hacían sus nidos y producían suficientes huevos para el consumo hogareño. Cuando atravesábamos la arboleda y penetrábamos en el contiguo y amplio espacio también reservado para el pastoreo, caminábamos con cierto temor, pues los bueyes rumiando tranquilos nos observaban recelosos.  Al pie de una pequeña loma que se levantaba discreta, estaba el pozo que surtía las necesidades de agua que en un tanque, sobre una carreta tirada por dos bueyes, se llevaba hasta la casa.  En esta loma de modestas laderas,  nos deslizábamos alegres sobre secas pencas de palmas. 

   Muy cerca del pozo, en un terreno aledaño cercado también con matas de piñas, se arrastraban silvestres las calabazas que cubrían gran parte del espacio.  Después, en
continua sucesión, surgían los vastos espacios de tierra donde crecía la caña de
azúcar.  (Parte 2, el Domingo próximo...)

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Las Bicicletas (Parte 2)

12/18/2012

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"Pasábamos frente al “Club de Cojímar” y el restaurante “La Terraza”, donde Ernest Hemingway (premio Nobel de Literatura en 1954) autor de “El Viejo y el Mar” y otras conocidas novelas, satisfacía sus inclinaciones alcohólicas."
Cojímar.-  Nuestro itinerario favorito era Cojímar.  Pueblo que en las noches duerme abrazado por el mar, escuchando el murmullo de las olas y el silbar de la brisa marina jugueteando por sus calles.

   El viaje comenzaba en las calles Jesús Maria y Venus, siguiendo por esta última llegábamos a la calle de Castanedo, donde doblábamos a la derecha continuábamos hasta la carretera de Cojímar, la cual era un reto para nuestras habilidades ciclísticas.  Casi al final de la carretera, después de haber recorrido cinco kilómetros, distancia que separa Guanabacoa de Cojímar, surgía imponente la loma elevada, que pretendía inútilmente tocar el cielo con su cima alta y redonda.  De súbito, comenzaba la ardua ascensión.  Una de las reglas era que teníamos que pedalear las bicicletas sin levantarnos de sus asientos.  Esta posición hacia más difícil el esfuerzo.

   Cuando llegábamos a la cima de la loma la vista del pueblo se  mostraba  fascinante.  Las casas, que por la distancia parecían muy pequeñas, se extendían sin temor hacia la costa. 
El descenso de la loma era fácil y agradable, aunque teníamos que presionar frecuentemente los frenos de las bicicletas para aminorar la velocidad.  Pasábamos frente al “Club de Cojímar” y el restaurante “La Terraza”, donde Ernest Hemingway (premio Nobel de Literatura en 1954) autor de “El Viejo y el Mar” y otras conocidas novelas, satisfacía sus inclinaciones alcohólicas.

   A nuestra derecha, bajo la empinada escarpadura, podíamos observar la arena de la playa llamada “Cachón” iluminada por el sol y adornada con las humildes casetas de los pescadores y los pequeños botes que resaltaban pintorescos con sus llamativos colores.

   Sobre el largo malecón saltaban las olas, que impunemente golpeaban las rocas que se alzaban sólidas, tratando de contener la fuerza agresiva del mar.  Y allá,  en la lejanía, hasta donde podía alcanzar nuestra vista, mar y cielo se unían en un espectáculo maravilloso.

   Después de finalizar el descenso recorríamos la calle Real y llegábamos hasta el muelle, en donde algunos pescadores lanzaban sus anzuelos con la esperanza de lograr un buen engarce de la rica pesca de ese litoral.  La entrada de la bahía era de aguas profundas, abundante en mantas y tiburones pequeños.

   A unos pocos metros del mismo muelle, con su figura histórica matizada de recuerdos de nuestra época colonial, observábamos la imperturbable edificación del Torreón de Cojímar, con su estrecha escalera que ascendía hasta la pequeña puerta  en la parte superior de la fortaleza.  El sol proyectaba sobre las aguas inquietas la silueta del antiguo bastión español, mientras las olas balanceaban con furia los yates, que anclados muy cercal del muelle, esperaban su próxima incursión pesquera. 

      Después de tomar un ligero descanso nos dirigíamos hacia “El Cachón”, donde guardábamos las bicicletas y nos poníamos las trusas en la caseta de Pancho, un pescador de origen español ya conocido, pues cuidaba de un bote de vela propiedad de mi hermano.  Este pescador lo recuerdo bien con su piel rojiza quemada por el sol y su pelo blanco, que brotaba descuidado bajo su desteñida gorra marinera, que me recordaba al pescador creado por Hemingway en su famosa novela “El Viejo y el Mar”.  Bordeando la
playa, caminábamos sobre la arena hasta llegar al río de Cojímar, el cual atravesábamos                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
a nado braceando fuertemente contra la corriente. Pasábamos frente a la vieja casona llamada “La Tiburonera”, que era un antiguo negocio donde se procesaba, si mal no recuerdo, aceite de tiburón.  Desde este lugar nadábamos hasta el cercano “Cayito”, una diminuta isla de muy pocos metros de superficie cubierta de rocas y rodeada de aguas poco profundas y tan  claras, que podíamos admirar los peces de diferentes colores pasando rápidos entre nuestros pies.

   Después, deshaciendo el recorrido, regresábamos al “Cachón” en busca de nuestras bicicletas.  Continuábamos por la calle Real bordeando la costa, hasta llegar a la “Pozeta de Los Curas”,  lugar poco atractivo, donde el agua era muy salitre y conocida por sus supuestos poderes curativos.  A pesar de esto, muy pocas veces nos aventuramos a introducir nuestros pies en estas aguas, pues el fondo era muy rocoso y cubierto de erizos que nos obligaban a caminar con la protección de zapatillas.  Al lado de la pozeta, existía un solitario y oscuro edificio, donde procesaban el agua marítima para extraer su sal. 

   Tomábamos nuevamente las bicicletas para regresar a nuestras casas.  El aire puro de la costa nos fortalecía.  Agotados,  emprendíamos la ardua subida de la loma, dejando atrás en el recuerdo, un paseo inolvidable que muy pronto volveríamos a repetir.    
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RECUERDOS DE JUVENTUD

11/26/2012

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“Las Bicicletas”  (Parte 1) 
Al fin llegaban las tan esperadas vacaciones y con ellas los días alegres llenos de sol y de blancas nubes que viajaban por nuestro cielo azul.  Las inertes bicicletas, estacionadas en nuestros hogares, aguardaban ansiosas el momento en que nuestros pies pusieran en movimiento sus pedales, para experimentar la emoción de tantas aventuras ciclísticas que realizábamos durante el verano. 

   Poseer una bicicleta era el mayor de mis deseos. Mi hermano, siempre complaciente, hizo realidad ese deseo.  Era una bicicleta fabricada en Inglaterra de color negro,  para mi la más hermosa del mundo.  Mi hermano nunca podrá imaginar la emoción y el agradecimiento que me produjo su regalo.    

   Un recorrido en bicicleta era un bálsamo de tranquilidad para nuestras mentes saturadas de aburridas fórmulas matemáticas.  El verano era el momento de liberarnos por unos meses de los libros de textos.  Y con esa sana alegría de la juventud, nos reuníamos en la esquina de nuestra calle para decidir, después de muchas discusiones, la trayectoria del día.

   Santa Maria del Rosario.- Así comenzaban aquellas hermosas mañanas.  Muy temprano, nos dirigíamos hacia el pueblo de Santa Maria del Rosario.  Se iniciaba el recorrido en la calle Aranguren siguiendo hasta Corralfalso, después continuábamos por la carretera que nos conducía directamente hasta ese pueblo. 

   La carretera era recta, estrecha, bordeada por amplias fincas dedicadas al cultivo y al ganado.  Los árboles, acercándose unos a otros, formaban bosques pequeños que proyectaban sus sombras sobre la tierra fértil, aún húmeda del rocío tempranero.  Las palmas, numerosas, se erguían altaneras sobre el verde horizonte.  El soplo madrugador de la brisa nos hacía sentir ligeros como el viento. El espectáculo campestre, acompañado de sus olores peculiares, nos producía una apacible satisfacción espiritual.      

   Ya dentro del pueblo recorríamos sus pintorescas calles.  En el centro del mismo las casas se empujaban unas contra otras, como queriendo disputarse el espacio.  Cuando nos  alejábamos del centro del pueblo la fisonomía urbana se transformaba.  Las casas se iban esparciendo, dejando amplios espacios entre ellas, tomando característica de pueblo campestre.  La abundante foresta tropical adornaba las calles con una gama de bellos colores.  Por encima de las cercas de los patios trepaban silvestres las enredaderas cubiertas de flores.  Las ceibas, flamboyanes, mangos y aguacates, se alzaban corpulentos en el interior de los patios.  Las plantas de plátanos se asomaban temerosas por encima de las cercas, mostrando sus bondadosos racimos y el verdor de sus anchas hojas.

   Después de explorar sus calles, visitábamos la venerable iglesia rebosante de historia.  Ya dentro del recinto, absortos, contemplábamos asombrados el imponente altar cubierto de oro y  las estatuas que rodeaban todo el recinto.  Nos fascinaba esa construcción, aún fielmente mantenida de nuestra historia colonial.  Finalmente, regresábamos a Guanabacoa, satisfechos de haber disfrutado de una día saturado de amenas impresiones.    (Parte 2 la semana siguiente.)
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Recuerdos: Nuestro Parque

9/22/2012

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LA CALLE - El espacio que disponíamos para nuestras actividades era relativamente limitado.  Era un diminuto pedacito de Guanabacoa que comenzaba con solo abrir las puertas de nuestras casas, limitado por la calle “Venus” entre las calles “Cadenas” y “Jesús María”.  Esa era el área designada por nuestros padres para nuestras diversiones. En esa cuadra pequeña se efectuaban casi a diario, después de terminadas las obligaciones escolares, las más importantes competencias que se pudieran imaginar creadas por la fantasía de nuestras mentes juveniles. 
   En aquella época teníamos muy poco tráfico vehicular. Solamente, muy temprano en la mañana, perturbaba nuestra tranquilidad el paso de camiones repartiendo leche, agua mineral o el chirrido de las carretillas de algún verdulero o carbonero.  También el seco sonido de los cascos de los caballos de los campesinos entregando los pedidos de leche procedentes de sus propias vaquerías.  Después en la noche, las esperadas voces musicales de los vendedores de cariocas, periódicos y los pregones del manicero anunciando sus capiruchos de maní, así como el canto armonioso del vendedor de los sabrosos “Crocantes Habaneros”. Sonidos gratos y familiares que alegraban nuestros oídos y que aun vibran  en nuestra memoria rejuveneciendo viejos recuerdos. Recuerdos del pasado, cuando vivíamos en la unidad de nuestras familias en una Cuba tranquila, próspera y feliz.
   Nuestra calle estaba provista de aceras, pero se mantenía aún en la misma condición  que la dejó la colonia, bajo  piedras y polvo, pues ni siquiera la cubrieron de adoquines, como hicieron en muchas de las calles del pueblo. 
  Años después llegaron las maquinarias para pavimentar la calle larga de “Venus” y  con ellas vino el tráfico contínuo del progreso.  El hermoso y tranquilo pedazo de calle              -“nuestro parque”- desapareció para siempre, pero en nosotros quedó su inolvidable recuerdo.

EL CORCHO -  El corcho fue uno de nuestros pasatiempos preferidos.  Era simplemente un diminuto juego de pelota. Consistía en un sencillo corcho de los que venían en los botellones de agua mineral, que tanto se consumía, pues nuestro pueblo disfrutaba del privilegio de la pureza de sus aguas y varios manantiales como “La Cotorra”, “Lobatón”, “Fuente Blanca” y otros, suministraban el consumo de este precioso líquido. 
   El sencillo corcho era transformado en pequeña pelota incrustándole algunas puntillas a su alrededor para añadirle peso y después, era forrado con varias capas de cinta eléctrica.  El bate era algo más rudimentario, consistía en un simple palo de escoba.  Uno de sus extremos era también cubierto con cinta eléctrica para que fuera fácil sujetarlo y no resbalara de las manos.  El corcho, el palo de escoba y nuestra calle, suplían gratuitamente todos los materiales necesarios para transformar el lugar en un imaginario parque de pelota.                                                                                                                                                                   

LAS BOLAS -   A veces, la calle se convertía en testigo de complicados juegos de bolas. Todo se transformaba en un espectáculo lleno de color cuando las lanzábamos   mostrando sus bellos y radiantes colores en la claridad  del atardecer. Salían furiosas y acertadas de nuestras manos, tratando de hacer contacto con el contrincante. Cuando chocaban unas contra las otras,  producían un chasquido estridente, como si se  quejaran del inesperado golpe.  No importaba quien fuera el perdedor, los juegos siempre terminaban amistosamente y sólo había que esperar hasta la próxima competencia para recuperar las bolas perdidas… o perder algunas más. 
  Era curioso observar a todos los muchachos con sus saquitos llenos de bolas colgando de sus cintos, siempre dispuestos a encontrar un retador para  cubrir sus dedos con la tierra y el polvo que se acumulaban en la calle.

EL CAMPO DE AVIACIÓN -   Otras veces convertíamos la calle en un inmenso campo de aviación.  Construíamos pequeños aviones con papeles de diferentes colores.  Algunos llegaban a aterrizar sobre las tejas rojas de los techos de nuestras casas, escapándose de nuestro alcance.  El avión de papel que lograra más altura y duración en su vuelo y “aterrizara” sobre la calle, era el ganador.  El  premio que recibía el vencedor era la envidia de los competidores y la emoción de haber triunfado.

   EL ASOMBROSO BALÓN -  Algunas veces, no frecuentes, disfrutábamos de un espectáculo maravilloso que verdaderamente complacía nuestra imaginación. Siempre dispuesto a crear algún entretenimiento espectacular, un vecino llamado Felipe,  dotado de mucha habilidad, construía un balón que era elevado por medio de calor. El balón era colocado en el centro de la calle.
  Cuando el artefacto comenzaba a ascender lentamente hacia el cielo, llenos de asombro, observábamos como se iba convirtiendo en un diminuto punto, hasta que  desaparecía en la inmensidad del espacio azul. Para nosotros era algo extraordinario y teníamos motivo de conversación para muchos días.                                                                                                                                                                                                                                           

LOS TROMPOS -  Los trompos, con sus diferentes colores bailando sobre la acera, eran también un entretenimiento que llenaba las horas de ocio, pero tengo la impresión, tal vez muy personal, que no le dábamos mucha importancia a este juego. Hacíamos competencias, tratando de chocar con el trompo contrario y hacerle perder el balance, mientras el nuestro continuaba su baile triunfal.                                                                                                                            

LOS BARCOS DE PAPEL -  Cuando la lluvia era intensa, por nuestra calle corrían ríos caudalosos por los márgenes de ambas aceras. Ese era el momento en que las puertas de ambas aceras se abrían y todos los amiguitos lanzaban al agua numerosos barcos de papel, que navegaban rápidamente sobre la corriente.  Era una reñida regata vestida de velas blancas, que trataban de llegar, sin naufragar, hasta el próximo recodo de la esquina, donde los barquitos se perdían de vista.  El barco capaz de lograr tan difícil travesía era el triunfador. 

EL ALDABONAZO TRAVIESO -   Este juego, si lo queremos llamar así, se realizaba en horas de la noche.   Comenzábamos haciendo una fila de corredores que tenían que  imitar lo que hiciera el que iba a la cabeza.  El juego consistía en golpear fuertemente el aldabón de las puertas del vecindario con el propósito de molestar a sus moradores. Casi siempre los últimos corredores eran sorprendidos por algún vecino que abría rápidamente su puerta.  Nuestros padres eran avisados y todo terminaba con fuertes reprimendas y castigos.  La condena consistía en enviarnos a la cama después de la cena y la suspensión de la hora radial “Los Tres Villalobos”, nuestro programa preferido, que escuchábamos diariamente a las 12 meridiano. 

EL AYER -  Este es el final, en apretujado intento, de recordar algunos días lejanos de nuestra juventud en nuestra calle evocadora de tantos días del ayer, que siempre vivirán en nuestras memorias 

“EL HOY” -  ¡Cuantos recuerdos estarán escondidos en las esquinas de nuestra calle! ¿Quién vivirá en esas casas que fueron nuestras cunas y guardan silenciosas las emociones, temores e ilusiones de nuestra juventud?  ¿Encerraran aún entre sus paredes esos gratos momentos de nuestras vidas, y sobre todo, el recuerdo de nuestros padres y hermanos, que con tanto cariño y cuidado guiaron nuestro crecimiento?.                              
   ¿Quién pudiera hacer retroceder el tiempo para sentarse nuevamente en aquellas aceras y caminar libremente por esa calle donde conocíamos a cada persona?  Vecinos que eran como parte de nuestra familia, que nos habían visto nacer y crecer.  ¿Quién vivirá en esas casas?.  Yo no lo sé.  Pero desde el fondo del alma, siempre escucho una voz que me susurra que no quiere saberlo.
   En sueños, a veces nos parece caminar sobre esas aceras, recordando cada ventana, cada puerta con su escalón, donde tantas veces nos sentábamos a charlar, jugar o simplemente contemplar el atardecer del día languideciendo al acercarse la noche. 
   Cuántos recuerdos revoletean incansables en nuestras cabezas, a veces llenos de alegría, otras llenos de nostalgia y tristeza.  Sueños de un ayer lejano, pero siempre muy cerca de nuestros pensamientos.  Sueños de los cuales nunca quisiéramos despertar, para continuar viviendo en la imaginación de nuestras mentes, en aquellos días felices de juventud y volver a sentir aquella suave brisa embriagada de perfumes de picualas y jazmines que perfumaba a nuestra calle.  
   Y en esa noche maravillosa de recuerdos y de ilusiones, alzar los ojos al firmamento y ver el esplendor de tantas estrellas que Dios nos regaló, para que  iluminaran por siempre  nuestras noches… y engalanaran por siglos nuestra calle… 

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Recuerdos: La Loma del Chiple

9/14/2012

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La “ Loma del Chiple” fue en nuestra niñez como un regalo que nos obsequiábamos al final de una larga semana escolar, que entonces nos parecía interminable.  La imaginación, en aquella lejana edad, era mas poética que real.  El recorrido para llegar a la loma era la primera emoción que experimentábamos.  Las calles polvorientas y pedregosas nos parecían desprendidas de un sueño cargado de aventuras.   Después el camino, no muy largo, rodeado de la verde espesura del campo, transformaba nuestra fantasía en hermosa realidad, hasta que al fin llegábamos a nuestro destino.                                                                                 

   La loma era un remanso de paz, donde podíamos empinar los papalotes sin temor a que se enredaran en los cordones eléctricos o en los árboles que adornaban los patios de las casas de nuestro pueblo.  Así pasábamos las horas, sin que nada nos interrumpiera. 
Competíamos con los  hermosos papalotes que construíamos con  “güines” y  papeles de “china” que cuidadosamente estirábamos con el calor de las planchas, desde luego, siempre bajo el ojo supervisor de nuestras madres.

   Otros días las actividades se concentraban en juegos de pelota.  En ocasiones, nos arriesgábamos a caminar hasta el cercano río  de “Las Lajas”, que si mal no recuerdo, era más arroyo que río.  Algunos de los muchachos se atrevían a darse un chapuzón en las aguas claras.  También intentábamos pescar, aunque nunca lográbamos engarzar ningún pez y la mayoría de las veces regresábamos a nuestros hogares sin anzuelos y sin peces, pero pasábamos muchas horas agradables. 

   Otros fines de semana decidíamos ir de caza.  Entonces nuestra imaginación se volvía indómita y transformaba los campos que rodeaban la “Loma del Chiple” en selvas inexploradas.  Éramos capaces de realizar las más insólitas aventuras y los pequeños matorrales cubiertos de espinas, se convertían en impenetrables laberintos selváticos. 

   El equipo que llevábamos no era muy complicado.  Consistía en unas ligeras jaulas confeccionadas con “güines”, el mismo que usábamos para hacer los papalotes.  Dichas jaulas tenían en ambos extremos unas pequeñas trampas con el propósito de atrapar tomeguines.  En el interior de estas trampas colocábamos comidas.  Dentro de cada jaula teníamos un tomeguín, que saltando jubiloso, entonaba un trino que atraía a los tomeguines que moraban en esa selva creada por nuestra imaginación.   

   Ocultos y  alejados a cierta distancia de las jaulas, esperábamos ansiosos la llegada de la incauta presa, que en bandadas saltaban y revoleteaban entre los pequeños arbustos en busca de comida.  La primera señal que recibíamos de su presencia era el agudo vibrar de sus gorgojeos.  Después imperaba la impaciencia.  En silencio, aguardábamos el instante en que los pequeños pájaros se posaran en los bordes de las jaulas y comenzaran, con sus diminutos saltos, a acercarse curiosos y hambrientos a las trampas que parecían bocas abiertas en acecho de un delicioso manjar.  La espera no era muy larga.  Al fin saltaban dentro de las trampas en busca de la comida y sorprendidos quedaban atrapados. Revoleteaban desesperadamente, tratando en vano de escapar de las pequeñas trampas. Habituados a la inmensidad del espacio, se negaban a vivir sin la libertad de sus alas. 

   Poco después, con sumo cuidado, pasábamos los tomeguines capturados a unas jaulas de mayor capacidad, las cuales forrábamos en todo su alrededor con papel de periódicos, para que los tomeguines no pudieran ver más allá de sus jaulas. Así había que mantenerlos por algunos días, hasta que se habituaran a vivir en su prisión.     

   Pero no era mucha la espera.  El mismo día que regresábamos a nuestros hogares, el remordimiento de la culpa de enjaular a unos pajaritos pesaba más en nuestras conciencias que el deseo de poseer sus cantos enjaulados.  Y como si nos liberáramos de un gran pecado, abríamos las puertas de las jaulas y los devolvíamos nuevamente a su libertad.  Emocionante ver esas alas gozosas  revoleteando alegres y libres en nuestro cielo azul.  Pronto volverían nuevamente a trinar entre los espinosos matorrales que rodeaban la “Loma del Chiple”.  

   Otras veces decidíamos explorar todos los rincones de “La Loma del Chiple”.   Su parte más empinada estaba coronada de algunas discretas elevaciones que formaban pequeñas hondonadas a sus alrededores y nos contaban que eran trincheras, donde se refugiaban los combatientes guanabacoenses para resistir la invasión inglesa que ocupó la Villa.   No sé si esto es parte de nuestra historia o producto de la fantasía popular, pero este es tema para nuestros historiadores.

  “La Loma del Chiple” es uno de los tantos recuerdos de una juventud sana y alegre que  permanece viva en la mente, como un hecho que hubiera sucedido realmente en el día de “ayer”. 

  Quiera nuestro Dios, que algún día, podamos sentir bajo nuestros pies los guijarros, las piedras y el polvo del mismo camino que nos llevaba hasta la loma de nuestros recuerdos. Y escuchar, nuevamente, el alboroto y la camaradería de los buenos amigos que llenaron nuestra juventud de tanta felicidad y que en su compañía, emprendimos tantas veces, en franca armonía, el inolvidable recorrido hacia la “Loma del Chiple.”   


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Recuerdos: 28 De Enero en Guanabacoa

9/5/2012

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“Honrar honra.” - José Martí
   El 27 de enero representantes de casi todas las organizaciones sociales y culturales de Guanabacoa, entre ellas el Liceo Artístico y Literario, la Logia Masónica “Hijos de la Luz”, la Logia Ajefista “Rafael J. Reyes”, miembros del “Casino Español”, de la “Sociedad Progreso”, de la “Alianza Juvenil”, del “Club de Leones”, del “Club  Rotario” y algunos representantes del Ayuntamiento, se reunían frente a la estatua de José Martí en el Parque Central, esperando las 12 de la noche para celebrar el nacimiento de nuestro Apóstol.  Algunos disertadores elogiaban la obra y la memoria del Apóstol y se colocaban las primeras ofrendas florales junto a su sencillo busto.

   A la mañana siguiente, 28 de enero, el pueblo despertaba con sonidos de tambores y trompetas, que sorprendían la habitual tranquilidad matutina de Guanabacoa.  Con las bandas de música de los colegios, seguidas de los estudiantes, que enarbolando nuestra hermosa bandera marchaban marcialmente, se iniciaba el desfile anual en que participaban todos los colegios y  organizaciones de la Villa de Pepe Antonio.

   La estatua de Martí, regalo de la Logia Masónica “Hijos de la Luz” al pueblo de Guanabacoa, se levantaba discretamente en el Parque Central en la intersección de las calles Martí y Pepe Antonio.  Los colegios y organizaciones colocaban coronas de flores alrededor de la estatua, mientras el pueblo entusiasmado, se acumulaba en el parque y en las aceras por donde transcurría el desfile. 

   La tímida brisa invernal de nuestras mañanas de enero refrescaba el ambiente lleno de emoción y patriotismo, mientras los estudiantes marchaban luciendo sus bellos uniformes.

   Siempre era esperada la presencia de las “Escuelas Pías” con su nutrida representación estudiantil, que marchando airosos, exhibían sus costosos trajes de gala y sus guantes blancos, que resaltaban sobre el color azul oscuro de sus vestimentas.  Pero al final, como olvidados, le seguían los alumnos pobres del mismo plantel con diferentes uniformes, que si bien  recibían gratuitamente la misma calidad de enseñanza y disciplina dispensada a los otros estudiantes, eran segregados del cuerpo oficial ocupando aulas diferentes y posiciones separadas en los desfiles.  Bien hubiera podido ese colegio católico, holgado económicamente, haber vestido con el mismo atuendo y reunido en las mismas aulas a todos sus estudiantes para no crear distinciones.   

   Al final del imponente desfile era obligada la visita al Liceo Artístico y Literario que recibía al inmenso público con sus ventanales abiertos, para que todos pudieran admirar la tribuna desde donde Martí, en cinco ocasiones, deleitó con su verbo a nuestro pueblo.    

   Después, la Logia Masónica “Hijos de la Luz” y la Logia Ajefista “Rafael J. Reyes”,  se 
 encaminaban hacia la residencia de Gerardo Castellanos, nuestro historiador, que fuera amigo y emisario personal de Martí en peligrosas encomiendas.

   El glorioso mambí recibía a los visitantes en su “Celda de Paz y Luz”, como                                                                                                                                                                                                                                                       llamaba a su estudio cargado de libros y allí entre recuerdos, gestionando esas manos que habían esgrimido el machete redentor y estrechado la mano de Martí, brindaba sus charlas interesantes, que hacían revivir hazañas heroicas de nuestra Guerra de Independencia.  La figura legendaria, que era parte viviente de nuestra historia, hacía acrecentar con su palabra el amor eterno a la patria en el sentimiento de todos los que le escuchaban. 

   Así era Guanabacoa, llena de recuerdos de nuestro heroico pasado, cuando palpitaba bien profunda, como la sentimos hoy, la lealtad e identificación con las raíces que nos atan a las generaciones que nos han precedido, a nuestros padres, a nuestros abuelos, a nuestros bisabuelos, que habitaron en ese inolvidable pedazo de nuestra Cuba y nos transmitieron su amor a la patria.  A ellos va todo nuestro agradecimiento y cariño, por habernos hecho herederos de tanta riqueza espiritual e histórica. 

   Así era Guanabacoa, hasta que el comunismo llegó para destruir lo que constituía  la riqueza del pueblo, nuestro pasado,  nuestra historia, nuestro derecho a  expresarnos libremente en acción y en pensamiento.  Y no solo  se contentaron  con destruir nuestra libertad, sino que se ensañaron en nuestra juventud, asesinando en el paredón tantas vidas jóvenes y valiosas de nuestro pueblo, mientras los “amigos” de América, indiferentes, cerraban sus ojo y oídos”. 

   Pero mantengamos por siempre los recuerdos de nuestro ayer y transfirámoslos a nuestros hijos, a nuestros nietos para que no mueran jamás. Recordemos por siempre cuando Guanabacoa era un pueblo feliz, que vivía  con las puertas de sus casas siempre abiertas, escuchando la risa alegre de los niños que jugaban sin temor en las calles.  Roguemos al Señor, que algún día no lejano, vuelvan otra vez a escucharse en nuestras calles, ya libre de la odiosa vigilancia comunista, esas risas infantiles vibrando llenas de alegría, de amor y de inocencia.

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RECUERDOS DE JUVENTUD: “Francisco Nugué Piedra”

8/25/2012

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 “ Honrar honra”, dice Martí y honrados nos sentimos los que tuvimos la oportunidad de disfrutar de la sincera amistad de  Francisco Nugué Piedra, poeta, músico, orgullo de Cuba y muy especialmente de Guanabacoa.  Lo recordamos cuando escribía sus poesías en la vieja máquina de nuestro Liceo y de aquellas tertulias en el Parque Central, donde nos instruía con aquellas charlas sobre música y nos hablaba de las obras de Mozart, Brahms, Beethoven, Tchaikovsky y tantos otros compositores inmortales.

   El día 10 de octubre de 1952 quedó grabado para siempre en mi recuerdo y en el corazón de mi pueblo.  A pesar del tiempo transcurrido, aún me parece estar sentado frente a la escalera de nuestra vetusta Iglesia de Santo Domingo, escuchando lleno de emoción, las notas maravillosas de su Sinfonía "Independencia", interpretada por la Orquesta Filarmónica de  la Habana y dirigida por el propio Nugué. 

   Tal vez algún día, cuando nuestra Patria sea liberada de las garras sangrientas del comunismo, podamos nosotros o las futuras generaciones, sentarnos frente a la soberbia fachada de nuestra iglesia de Santo Domingo para volver a escuchar los bellos acordes de su música.

   Su producción musical fue prolífera.  En el año 1944 había estrenado su marcha "Pepe Antonio" como homenaje al héroe de nuestra Villa.  El 28 de enero de 1953  presentó en el Teatro Auditórium en el Vedado su ballet "Versos Sencillos", en homenaje a José Martí, cuyo centenario se celebraba en toda la América.

   En una mañana fría, el día 23 de febrero de 1967, en compañía de mi amigo Carlos López, nos dirigimos al apartamento de Nugué, que estaba situado en la parte alta de Manhattan, para darle la sorpresa de nuestra visita.  Encontramos a Nugué ya enfermo, pero con su espíritu juvenil siempre cargado de sueños.  Ese día le leí un poema escrito por él en el Liceo de Guanabacoa en el año de 1953 y que muy gentilmente me había dedicado.  Nugué recibió una gran alegría al leer ese poema que estaba escrito en papel timbrado del Liceo y que pude salvar enviándolo por correos, antes de salir de Cuba, a familiares que ya vivían en este país.

   Esa fue la última vez que vi a Nugué, al que siempre recordaré como un verdadero amigo y como una de las verdaderas glorias de nuestro pueblo. Nugué dedicó mucho de su valioso y ocupado tiempo difundiendo sus conocimientos a una juventud ávida de nuevos horizontes intelectuales y cautivó a todo un pueblo con su música maravillosa.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                      La obra musical y poética de Francisco Nugué fue extensa y confío en que su autor o sus familiares, la hayan podido salvar de la destrucción comunista.

   Una de sus más bellas poesías, “Mis Calles”, nos traslada espiritual y visualmente a un recorrido maravilloso por nuestras calles coloniales.  Con la siguiente estrofa finaliza su poema: 

“Las noches que a solas en silencio hablamos,
Parece que el alma se incrusta en tus piedras…
Las piedras que un día serán el descanso,
De aquél que a la Virgen devoto le ruega,
Que un día en mis calles por siempre me duerma…”

   Repitiendo sus ruegos, le pedimos a la Virgen que algún día, cuando nuestra estrella solitaria brille con todo su esplendor en una Cuba libre y soberana, puedan los restos de Nugué dormir cristianamente en sus calles, como él lo soñara en su hermosa poesía.  

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RECUERDOS DE JUVENTUD                  15 de Agosto en Guanabacoa

8/15/2012

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La fiesta de la Tutelar era el día festivo que con más entusiasmo esperábamos los guanabacoenses.  En realidad, las diversiones comenzaban el día 14 de agosto.  Los quioscos donde se vendían las famosas papas rellenas de Guanabacoa, las fritas, churros, pan con lechón, golosinas y demás chucherías, se armaban con antelación a esta fecha.  También participaban cartománticas, malabaristas y entrenadores de pájaros. Todo se centralizaba alrededor de la Parroquia, cubriendo el Parque Central y el pequeño parque que limitaba las calles Jesús Maria y Adolfo Castillo. 

   Lo que más nos emocionaba eran la Silla Voladora, La Estrella, el Carrusel con sus hermosos caballitos, los Carros Locos, que chocaban con estrépito unos contra otros, girando a su antojo y que eran muy difícil de maniobrar.

   En los altos de la tienda “La Casa Grande” estaban instalados unos  altoparlantes, que proporcionaban alegría musical y desde donde Padrón y Ordeñana ( los populares periodistas y comentaristas) entretenían diariamente con música, chistes e informaciones de actualidad a los concurrentes habituales del Parque Central de nuestra Villa.    

   El parque iluminado por luces de todos colores, parecía una estampa arrancada de un cuento de hadas.  El ruido de todos los aparatos mecánicos, mezclado con la música que surgía de los quioscos y de los altoparlantes, hacía imposible cualquier intento de conversación.  El olor del sabroso lechón asado impregnaba el ambiente invitando a saborearlo.  

   Los fuegos artificiales que se originaban desde las azoteas de los edificios situados frente al parque y el Ayuntamiento, cruzaban el cielo iluminándolo todo y arrancando exclamaciones de admiración.

   El 14 de agosto, ya avanzada la tarde, se abrían los antiguos portones de la casa de la Camarera y al compás de himnos religiosos asomaba la bella imagen de la Virgen de la Asunción.  Aparecía majestuosa, con su manto más azul y hermoso que el mismo cielo.  Sobre su cabeza brillaban, como soles, las doce estrellas. Y sobre sus hombros colgaba su  cabellera.

   Cargada en andas por sus fieles servidores, comenzaba su lento recorrido por las viejas calles estremecidas de fervor.  Nuestro pueblo,  apretujándose en las aceras, como si el espacio no fuera suficiente para contener tanta humanidad, lanzaba flores a su paso, llenando la carroza de la Virgen y convirtiendo las calles en jardines.  Ya avanzada la noche, la Virgen hermosa ascendía por la escalinata de la Parroquia, donde permanecía hasta el día siguiente, 15 de agosto, para repetir el mismo recorrido.  

    Una semana después se celebraba la Fiesta de la Octava.  Al comenzar la noche, la Virgen regresaba rodeada de su pueblo a casa de la Camarera.  Así finalizaban las fiestas de la Patrona de Guanabacoa.  

   Al día siguiente, veíamos con nostalgia como desarmaban los quioscos y aparatos 
mecánicos para ser colocados en  los camiones.  Cuando estos se alejaban, cargados de tantas ilusiones que se desvanecían como un sueño, algo melancólico y triste quedaba en nosotros.  Entonces,  Guanabacoa regresaba a  sus noches tranquilas, serenas, silenciosas, en espera de las próximas fiestas de La Tutelar.  

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    N.F.Mesa;
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    El autor ha sido desde niño un asiduo estudioso de José Martí. En su juventud escribió en diversas publicaciones.
    Emigró a los Estados Unidos con su familia en 1966. Reside actualmente en New York y continúa investigando todo lo relacionado con José Martí.

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